El otro día, en una terraza cualquiera de verano, una familia comía en silencio.
El padre miraba distraído el teléfono entre bocado y bocado. La madre, con el móvil apoyado al lado del plato, contestaba mensajes sin levantar la vista. Frente a ellos, un niño removía el puré con la cuchara, sin hablar con nadie.
No había discusión, ni mal humor, ni prisas. Solo silencio.
Un silencio raro. De esos que pesan más que el ruido.
Esa imagen, tan cotidiana, me dejó una sensación extraña. Como si estuviéramos asistiendo a algo que no termina de romper, pero que poco a poco se va agrietando: la conversación. La presencia. El simple hecho de estar con otros.
El móvil lo ha conquistado todo.
Ya no es una herramienta, es una extensión del cuerpo. Lo usamos para no aburrirnos, para no pensar, para llenar huecos. Pero en ese intento de estar conectados con todo, hemos dejado de estar presentes con quienes tenemos delante.
Las comidas se han vuelto pausas entre notificaciones.
Las sobremesas, una sucesión de gestos hacia abajo, hacia la pantalla.
Y el silencio, ese espacio donde antes cabía la complicidad, ahora está ocupado por el zumbido constante de lo digital.
No se trata de nostalgia. No echo de menos el pasado, echo de menos la atención.
Esa capacidad de mirar a alguien y escucharle sin interrupciones. De dejar que una conversación siga su curso sin la necesidad de comprobar si ha pasado algo “ahí fuera”.
Porque lo verdaderamente importante, casi siempre, está aquí dentro.
El móvil nos da pequeñas descargas de dopamina, sí. Pero a cambio nos quita algo más valioso: la profundidad. Nos enseña a vivir en fragmentos, a repartir la mirada en mil estímulos, a estar en todas partes y en ninguna.
Y así, sin darnos cuenta, la gente empieza a hablar menos. A escuchar menos.
Las relaciones se vuelven superficiales, más informativas que emocionales.
Nos conocemos por stories, nos contestamos con emojis, nos acompañamos sin mirarnos.
Quizá haya que empezar por lo más simple: dejar el móvil lejos de la mesa.
Mirar a quien tienes enfrente. Volver a aburrirse juntos. Recuperar el silencio sin ansiedad.
Porque el silencio compartido une. Y la atención es, al final, el lenguaje del cariño.
Tal vez el móvil no nos robó la presencia, solo nos convenció de que no hacía falta.
Pero sin esa mirada, sin ese gesto compartido, sin ese “aquí y ahora”, las relaciones se apagan despacio, sin que nadie lo note.
Hasta que un día, al levantar la vista, ya no queda nadie mirando de vuelta.

